Revista de creación artística y literaria

16 de julio de 2009

ROCIO TABERNER MONTBLANC

SANDRO

Cuando nació le consideraron inútil. Prestigioso fruto de una violación.
Su educación se basaba en recibir una dosis importante de daños psicológicos y físicos.
Miraba por las noches la ventana pensando que algún día saltaría por ella para caminar libre.
Lloraba en silencio y comía todo tipo de dípteros. Pasaba días enteros sin lavarse y casi sin
comer. El olvido era su nombre.
Un día, como uno cualquiera, decidió morder los troncos de los árboles como los elefantes.
Pensaba que si ellos lo hacían con sus enormes dientes él podría hacerlo.
Acabó en el hospital por un desgarre dental. Se quedó sin incisivos y con el labio superior
partido como una naranja abierta por la mitad.
Cumplió los 16, y le llamaban Sandro. Una noche le concedieron el exilio. Estrenó vaqueros y
los combinó con una camiseta roída en la que ponía en grandes letras rojas: “affitarse anque
domani”
Lucía una espléndida sonrisa partida y un leve vello pubertino cubría su marcada barbilla.
Aquella noche, no caminó libre, pero se sentía como tal. Cometió su primer asesinato y su
primera borrachera.
Las letras de su singular camiseta dejaron de tener un significado. Las manchas de sangre
añadieron más decorado.
Su expresión incoherente continuaba definiendo a un adolescente con una mente negra.
Nadie sospechaba, los gatos no llaman la atención. Hacía frío y llegaba tarde, sabía, que le
esperaba una paliza, entonces desvió el camino a casa.
No tenía porqué, ser esclavo de ser humano. Pero era menor de edad, con una madre inválida
y un padre taxidermista.
Hijo único y no deseado, el cariño fue demostrado desde su existencia a base de una doctrina
muy eficaz para crear un monstruo voraz, el cual no conocía límites.
Aprendió la técnica fundamental para poder disecar todo aquello que tuviera vida. Ese fué su
sello.
Pasó dos días durmiendo entre la maleza de las cunetas. Nadie lo reclamaba y se dió cuenta el
favor que hizo a la humanidad con su desaparición.
Pensó que debía volver a casa y acabar algo pendiente. Sería conveniente robar el equipo de
su padre, se preguntaba si podría ganarse la vida disecando... No sé
La cuestión es que volvió y recibió una paliza, tal como el había pronosticado. Lentamente se
limpió la sangre de las comisuras de la boca, fue al baño, se contempló y miró a su derecha.
Su madre yacía cara a la ventana inmóvil, sorda y ciega. Se acercó a ella, esperando, siempre
esperando, un consuelo materno. Lo único que recibió fue un giro de cara, despreciando a la
criatura que había extraído de sus entrañas involuntariamente.
Un leve giro rápido de cuello acabó con el sufrimiento de su madre. Bajó al taller, se escondió y
esperó a su padre.
El padre, no bajaba, pasaron las horas y se quedó dormido debajo de la mesa entre un amasijo
de trapos sucios. Estaba rendido, exhausto.
Un leve balanceo le despertó, era su padre. Rápidamente se reincorporó, esperando lo peor,
observaba con los párpados bien abiertos a su progenitor, mientras éste le miraba con los ojos
empapados.
Balanceaba su cráneo sin cesar, aturdido, por lo que vió hace unos minutos. Su madre muerta.
El padre, lo cogió suavemente del hombro, lo empujó hacia las escaleras y en silencio, se
detuvo, agachó su cabeza adolescente y le susurró al oído:
- Debo matarte papá.
Acto seguido, desenfundó de debajo de su camisa ensangrentada, un punzón, el cual introdujo
en la sien de su padre, sin que éste siquiera pudiera reaccionar.
Ahí lo dejó aullando de dolor, mientras agonizaba lentamente. Subió rápidamente las
escaleras, observó por última vez la imagen de su padre al final de ellas y cerró la puerta del
sótano, echando el cerrojo rabiosamente.
Sandro, es libre.
Salió de casa, cerró la puerta, comenzó a caminar durante horas, hasta que la luz del día le
miró.
Decidió tumbarse sobre la hierba, la mala hierba, se quedó largo tiempo observando la nada.
Una nada con nombre.
Reprodujo de nuevo, la sensación que experimentaba cuando dejaba sin vida un cuerpo.
Cualquier cuerpo. El deseo de matar era más grande que su deseo de vivir.
Los días no acompañaban y la soledad le llamó por su nombre.
A lo lejos en el frío de otoño, apareció una lechuza postrada en una rama seca de almendro. Le
miraba con sus ojos reptadores y su pico amenazante.
Él sin pensarlo dos veces, raptó del suelo una piedra y la lanzó ávidamente contra la rapaz. Ésta
saltó de un bote y acechó contra su cabeza con sus temibles garras, Sandro, luchó hasta
arrancársela de sus cabellos lisos y pobres. La maldijo hasta que la dejó tras de sí.
Tenía hambre, comenzó a recuperar el apetito, y buscó desesperadamente algún sitio donde
poder robar comida. Comer sin pedir permiso.
Como un animal herido, caminaba sin poder divisar en la lejanía nada parecido a un lugar
donde acudir, donde refugiarse del fresco de la noche y de los roedores.
Sabía que tarde o temprano se toparía con la vil realidad, con su propia conciencia. Le
buscaban y sería una presa fácil de capturar.
Sus proyectos de huída, de vivir como su padre lo hizo, le abandonaron, ahora solo quería
sobrevivir.
Se sentó en una piedra gruesa del camino, las piernas le temblaban, estaba muerto de
cansancio. Una fila de hormigas surtían de un volcán de tierra, Sandro, mojó de saliva su dedo
índice y comenzó una por una a engullirlas, sin saborearlas, sin pensarlas, sin sal...
Un sonido sordo, se escuchaba a lo lejos, se semejaba a un ejército de caballos galopando la
corteza terrestre. Se escondió tras la roca, el sonido se agudizaba. Ya estaba muy cerca.
Un hombre y un caballo, se pararon justo a la altura de la roca. El hombre, se acercó a la roca,
vió que algo se movía. Sacó de su fajín una escopeta, apuntó y disparó.
Algo calló, algo grande y pesado, el hombre curioso, se acercó y vió al joven Sandro vomitar
sangre de su destrozada boca. Murió.
El hombre lo cargó en su caballo, lo achuchó y le dijo:
- Venga Centella!!! A casa!! Corre!!!
El caballo, salió disparado.
En la casa de Perinetra, mi compañera de clase, hay un tigre disecado con ojos humanos. Dicen
que es lo único que pudieron aprovechar de un pobre animal moribundo que su papá encontró
una tarde de otoño tras la “Roca del fin”.





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