Revista de creación artística y literaria

26 de septiembre de 2008

JENNIFER THORNDIKE




POLVO



“Será que la necedad parió conmigo la necedad de lo que hoy resulta necio la necedad de asumir al enemigo la necedad de vivir sin tener precio” “El necio” – Silvio Rodríguez


Me di cuenta de que algo había cambiado en ti porque ese día caminé descalza desde la puerta de la casa hasta el sillón y sentí las plantas de mis pies ásperas. Me senté, y al levantarlas, noté que estaban grises. Nunca habías dejado que se acumulara ni la más delgada película de polvo en mis muebles, en mis adornos y menos en mi piso de parquet. Entonces sentí un escalofrío. Seguro habías decidido ignorar aquellas imposiciones patriarcales que te obligué a aprender y cumplir a cambio de un plato de comida y una cama caliente: limpiar, cocinar, hacer la compra, lavar la ropa, no tocar mis libros, no prender el televisor a menos que fuera para ver programas que no te hicieran razonar demasiado, pedir permiso para salir, hablar, pensar, callarte cuando hablo, callarte si no te hablo, salir acompañada, llegar a la hora exacta, arrodillarte como una perra y abrir las piernas cada vez que yo lo quisiera. Así me querías porque no tenías a nadie y tu necesidad era más grande que tu orgullo, ¿verdad? Siempre fue así, no lo dudo.

El día que te encontré, llevaba una fotografía de ella cuando era joven. Ella. Dicen que me parezco a ella, que heredé sus ojos. Y sus ojos me miraron desde esa fotografía que me sirvió de referente. Tenía que hallarla entre esas caras renegridas, esos cuerpos famélicos, esos pies sucios. Entonces te vi, fumabas con desesperación. Pasta, seguro. Seguro tenías hambre. Al verme estacionar el auto a tu lado, sonreíste con esa misma expresión adolorida que ella presentaba en esa foto que en ese momento arrugué entre mis manos. Además tenías las mejillas hundidas y esas piernas largas como postes de luz que me hicieron recordar todas las veces que ella se iba a trabajar vestida con minifalda y tacones y llevaba una maleta. Yo me reía a carcajadas porque sabía que no regresaría en varios días. Así era ella, no aceptaba tratos de una noche. Mínimo cinco días, mi amor, y estoy en dos horas donde quieras. Cuán feliz era yo en esos momentos, tan feliz como cuando bajé del auto, te tomé por la muñeca y te prometí todo cuanto pude prometer para que vinieras conmigo. Y en ese restaurante al que te llevé, atragantándote con un arroz chaufa, aceptaste para no volver a ese callejón que olía a mierda y para tener lo que nunca habías tenido, pero no para que yo hiciera contigo lo que no pude hacer con ella. ¿Por qué, qué he hecho mal?, preguntabas cada que terminabas sangrando, o tan cansada que no podías ni abrir los ojos. Porque ella también lo hizo conmigo y peor, peor… mejor huérfana, mejor huérfana, mejor huérfana, repetía como un mantra y luego te daba una bofetada en la boca para callarte y reírme a carcajadas cuando tus labios se teñían de rojo. Qué estúpida eras, qué tonta.
Pero sé que has cambiado, sé que algo tramas y te admiro porque yo hace tiempo hice lo mismo. ¿Y por qué conmigo? La venganza no era contra mí, preguntaste cuando te lo conté. Ella se largó cuando se dio cuenta que algo había cambiado en mí, se fue con la maleta, con los tacones, con la minifalda, cinco días, cinco nada más, cinco días y todo terminaría o comenzaría, pero no, no. Qué estúpida eres, qué tonta, me dijo y cerró la puerta sonriendo y tú te callas y cumples con tu papel, hija de puta, ¡no me vuelvas a preguntar por de ella! Ese día me miraste por primera vez con odio y probablemente, despertaste del letargo. Ahora te temo porque sé que me harás pagar por cada golpe, por cada marca, por cada violación, por cada plato lavado, por cada botón que has cosido, por cada noche que te la pasaste despierta por miedo a amanecer muerta. Mejor huérfana, dirás y yo sonreiré. Entonces no me voy, te espero, linda, te espero tanto como te quiero y como te admiro. Te espero fumando y con los pies sucios, tal y como te encontré.

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